Identidad y cultura


La cultura andaluza actual y Andalucía como pueblo cristalizan en la Edad Contemporánea (en el “presente histórico” de los últimos 150 años) como resultado de la imbricación entre una historia compleja y peculiar, que como hemos visto se diferencia muy claramente de la de otros pueblos y territorios situados a su norte y su sur, una estructura social fuertemente polarizada, resultado de dicho proceso histórico, y una situación de dependencia económica y política dentro del Estado Español. De ahí que pueda afirmarse a la vez de Andalucía, siendo ambas afirmaciones ciertas, que, por una parte, representa la civilización más antigua de Occidente y, por otra, que es uno de los pueblos más jóvenes de Europa.

La actual identidad de Andalucía es resultado, pues, de la existencia de un acervo de elementos culturales muy rico y diverso, procedente de una superposición de temporalidades y horizontes históricos, todos ellos en un contexto civilizatorio mediterráneo, percibidos y readaptados desde la posición económica y políticamente periférica que en el último siglo y medio, como nunca hasta entonces en 3.000 años, ha tenido el país. De ahí las contradicciones y ambivalencias que presenta; de ahí también la dificultad de comprenderla y profundizar en sus adecuadas significaciones.

De esta manera, una de las potencialidades principales de Andalucía de hoy el capital simbólico que supone su patrimonio cultural, tanto material como, sobre todo, inmaterial, cuyo conocimiento y puesta en valor debe ser uno de los objetivos fundamentales de cualquier política en el presente.

En pocos países no ya del Estado Español, sino de todo el Mediterráneo y de Europa, existen unas creaciones artísticas en la arquitectura, pintura, música, poesía, y en casi cualquier ámbito de la expresión cultural, que puedan parangonarse en cantidad y calidad a las andaluzas. En los últimos cinco siglos, para no remontarnos más atrás, los nombres de andaluces universales pueden llenar enciclopedias.

Pintores desde Diego Velázquez a Pablo Picasso, poetas desde Luis de Góngora a Federico García Lorca, Antonio Machado, Vicente Aleixandre o Rafael Alberti, músicos como Manuel de Falla, por citar no más que unas pocas figuras, son una buena aunque sólo minoritaria prueba de ello.

Pero si la creatividad, la chispa incluso genial, es la nota característica en la cultura “culta”, ello no sólo se amengua sino que incluso se desborda en las producciones de la cultura “popular”. ¿Cuántas realidades de otros lugares son comparables a la estética de los pueblos blancos de las sierras de Cádiz y Ronda, y de tantas otras comarcas andaluzas? ¿Dónde encontrar una estética tan global y exquisita como la de las procesiones de semana santa en cualquier ciudad o pueblo andaluz, en una representación tan sensual y rica de componentes y matices que ha podido ser calificada como “ópera popular total”? ¿Qué otra expresión, salvo quizás el jazz, se enraíza como el flamenco en lo más hondo del dolor y la angustia de un pueblo hasta alcanzar tan elevadas cotas de humanidad universal?

Sin duda, sería posible multiplicar los casos y ejemplos con sólo una mirada mínimamente comprensiva sobre la realidad cultural de Andalucía, sobre los marcadores diferenciales de la etnicidad andaluza, pero conviene, más allá de las situaciones, comportamientos y formas de expresión concretos, tratar de acceder a las características estructurales de la identidad que subyacen bajo realidades, actitudes y expresiones plurales que dan a lo andaluz tan gran riqueza de diversidades y matices.

Tres son las características estructurales básicas, resultado del complejo y rico proceso histórico-cultural desarrollado en Andalucía y de las condiciones socioeconómicas en que han cristalizado sus elementos y expresiones actuales. La primera es el acentuado antropocentrismo, o tendencia a la personalización humanizada de las relaciones sociales; la segunda sería la negación a admitir cualquier tipo de inferioridad real o simbólica que afecte a la autoestima, con la consiguiente tendencia hacia una ideología igualitarista, sobre todo en el nivel de lo simbólico; y la tercera, una visión del mundo y una actitud relativista respecto a las ideas y a las cosas.

Antropocentrismo y segmentación social

En relación a la primera de las características, conviene subrayar que el acentuado antropocentrismo supone la búsqueda de unas relaciones fuertemente humanizadas, lejos de las relaciones categoriales, puramente funcionales, en que se ponen en contacto sólo los contenidos de rol. Cualquier relación anónima tiende a ser reconvertida en una relación personalizada, lo que es fácilmente captado por los foráneos considerándola, de forma no pocas veces simplista, como prueba del carácter abierto de los andaluces.

El antropocentrismo en modo alguno equivale a individualismo, como inadecuadamente se afirma muchas veces a la ligera, sino reafirmación y búsqueda de la individualidad globalizada de cada sujeto social para hacer posible una relación humana y no una relación exclusivamente instrumental. Raro será el andaluz que se emborrache en soledad o cante solo, o guarde para sólo él o ella la alegría. Como también será difícil encontrar el esfuerzo constante y solitario. Para lo uno y lo otro, para lo positivo y lo negativo, la comunicación se da entre protagonistas simétricos como entre protagonista y coro, sea a través de la palabra o de la música, o mediante el silencio que no es vacío sino medio de comunión.



El objetivo de fomentar situaciones de relación social globales y personalizadas es también la causa de una muy extendida sociabilidad, que a veces está institucionalizada en asociaciones de diverso tipo (que más allá de sus objetivos explícitos poseen siempre una marcada tendencia a la plurifuncionalidad), y muchas más de no estar formalizada y funcionar fluidamente en grupos , facciones, “cuasi-grupos” y otros tipos de agrupamientos. Esta acentuada sociabilidad entre iguales, reales o simbólicos (y así se consideran recíprocamente todos aquellos que en un contexto, situación o lugar específicos pueden entablar relaciones humanas personalizadas), explica uno de los caracteres más significativos de la sociedad andaluza: su fuerte segmentación en grupo y subgrupos de dimensiones generalmente reducidas, con conciencia de “nosotros” diferenciado y poco permeables al exterior, cada uno de los cuales interactúa en un lugar específico y separado, física o simbólicamente, sea éste un bar o taberna, una peña, casino, cofradía, caseta de feria, asociación ciudadana o incluso sindicato o partido político.

Esta fuerte segmentación, que tampoco equivale a individualismo, no se produce solamente siguiendo las líneas de división de clases y de estratos sociales, sino que se da también en el interior de unas y otros, y atraviesa muchas veces verticalmente los límites entre las diversas clases y estratos, lo que explica la proliferación de dualismo y pluralismo con base territorial y no clasista o definidos respecto a un eje de carácter explícitamente religioso, o político, o ceremonial, o deportivo o de otro tipo, pero cuya principal dimensión es la simbólica. Todo ello produce un tejido social muy complejo, difuso, difícil de percibir y de poca densidad de nudos, que dificulta la aglutinación en torno a proyectos globales que no contemplen el protagonismo de los diversos “nosotros” o sean empujados por los sujetos sociales que se sitúan en los no muy numerosos, y por ello estratégicos, nudos de la red.

El antropocentrismo se refleja en la conducta cotidiana de los sujetos sociales, que adopta un carácter socialmente activo, penetrante y abierto en un primer nivel de relación con quienes no forman parte del grupo o cuasi-grupo propio, que es el universo social conocido, pero que enmascara una actitud defensiva y de resistencia a la apertura y la comunicación más allá de dicho límite. De aquí que los andaluces tengan fama de abiertos, de fáciles, para los integrantes de otras etnias que ha entablado una relación poco profunda o esporádica con ellos; pero esta consideración puede cambiar extraordinariamente, e incluso convertirse en asombrada frustración, si intentan insertarse en la sociedad andaluza o en uno de sus múltiples grupos a demasiada velocidad.

En el plano político, la acentuada personalización de las relaciones tiene también consecuencias importantes. El grado de credibilidad, la confianza que los líderes políticos, sindicales, ciudadanos, o de opinión puedan merecer (y esto puede ser extendido también al campo de las empresas e instituciones) es más importante que los propios proyectos e ideologías que estos defiendan. O, al menos el peso de éstas no es mayor al de aquél. Y al nivel más cercano, local, esto se acentúa.

Como también es el antropocentrismo el que pueda explicar adecuadamente la específica religiosidad andaluza, en general distanciada de misticismos y centrada en la humanización de las imágenes religiosas y de las relación con ellas. Por este antropocentrismo, las imágenes concretas de Jesús y de María no son, para el imaginario colectivo de los andaluces, iconos intercambiables en su significación sino individualidades no equivalente entre sí que pueden concentrar identificaciones, devociones, fidelidades y hasta hostilidades intransferibles. La búsqueda, también en esta dimensión, de las relación personalizada explica la forma humanizada de conducir a las imágenes en sus tronos o pasos, para que cobren existencia casi humana y puedan andar, o incluso danzar; el modo de vestirlas y el de dirigirse a ellas, siempre proyectando esquemas humanos: con mayor distanciamiento respecto al Padre Jesús (que para provocar la devoción popular ha de estar vivo y sufriente, y no muerto en la cruz o en el sepulcro) y con mayor familiaridad, e incluso confianza, respecto a las Vírgenes, que concentran los roles humanos de madre, novia, e incluso mujer joven e idealizada a secas.

El rechazo simbólico de la inferioridad

La segunda de las características estructurales de la identidad andaluza actual es la fuerte tendencia al no reconocimiento, y aún menos interiorización, de ningún tipo de inferioridad; el rechazo a ser considerados y autoconsiderarse, real o simbólicamente, inferiores.

Esto implica el intento de evitación, tanto a nivel individual como colectivo, de cuantas situaciones supongan reconocer, objetiva o subjetivamente, “ser menos” y conlleva un fuerte sentimiento igualitarista en el sentido de que nadie es superior al yo individual y el nosotros colectivo propio aunque existan evidentes diferencias y desigualdades económicas, sociales y de poder. La explicación de muchos acontecimientos sociales y políticos en la historia contemporánea de Andalucía estriba, en gran parte, en este rechazo a la consideración de inferiores.

Ya en 1869 apuntaba lúcidamente Antonio Machado Núñez (el fundador de la Sociedad Sevillana de Antropología y catedrático de la Universidad de Sevilla), refiriéndose sobre todo a las “clases pobres”: “no se someten jamás a los actos de humilde servidumbre que exigirían muchas veces sus necesidades, porque no sufren los alardes de superioridad ni la altivez en los que mandan… Los artesanos poseen este espíritu altivo y orgulloso que no se doblega y los trabajadores del campo se sublevan en cuanto el labrador les trata con algún despego o altanería. La dureza de otro hombre a quien creen su igual, y para ellos todos lo son, los exaspera y le arrojarían a la cara el pedazo de pan que tuvieran para alimentarse aquel día si al cogerlo hubieran de sufrir en su orgullo o amor propio”.

La afirmación de la dignidad está en la base de los movimientos campesinos y jornaleros andaluces, tanto del siglo pasado como del actual, y de una cultura del trabajo tradicional (puesta hoy en entredicho por los altísimos niveles de paro estructural, sobre todo en el campo, y la política estatal de subsidios) en la que es central la consideración de que sólo el trabajo directo legitima el derecho a la propiedad. La reivindicación histórica de “La tierra para el que la trabaja” y valores firmemente enraizados en la clase obrera andaluza como “el cumplir” y “la unión”, que son elementos centrales en las culturas del trabajo de los trabajadores andaluces, tienen subyacente esta característica estructural de la identidad andaluza contemporánea.

Sólo desde esta clave cultural de rechazo a la aceptación de la inferioridad, esta vez de Andalucía como pueblo respecto a otros pueblos del Estado, pueden explicarse esas verdaderas explosiones populares del sentimiento de identidad política andaluza que fueron el 4 de diciembre de 1977, el referéndum de iniciativa autonómica del 28 de febrero de 1980 y los sorprendentes resultados de este , que hicieron que Andalucía se incorporara, mediante su protagonismo activo, a las otras tres “nacionalidades históricas” del Estado. Se trataba, antes que ninguna otra cosa, de rechazo airado al intento de que los andaluces aceptaran ser un pueblo de segunda categoría en cuanto a los niveles y ritmo de su autonomía.

Sólo había un camino constitucional, el de artículo 151, para equipararse legalmente a los países a quienes se había otorgado, no poco arbitrariamente (de hecho, en virtud del peso político de sus partidos nacionalistas y de su presencia en la elaboración de la Constitución Española de 1978), el acceso directo a la autonomía de primer grado: Catalunya, la Comunidad Autónoma Vasca (CAV) y Galiza (esta última añadida a las dos primeras para no hacer demasiado escandalosa la discriminación positiva que se les hacía).


Y fue precisamente esa vía, tortuosa y prácticamente inviable en la práctica, no considerada posible por todos los partidos políticos sin excepción, que trataron el tema sólo como un elemento más en su juego de intereses y pugna por el poder, la que los andaluces, a partir de ayuntamientos, asociaciones, instituciones y en realidad todo el conjunto de la sociedad civil, consiguieron recorrer, desbordando a los partidos, ante el asombro, e incluso estupor, de quienes venían repitiendo que Andalucía no poseía conciencia de pueblo ni era en ella posible una reafirmación política reivindicativa. En clave cultural, el motor de la movilización popular fue, fundamentalmente, el rechazo a ser tratados como pueblo de segunda categoría cuando a otros se concedía el derecho (o al menos esa era la lectura) a decidir por sí mismos sobre su propio futuro y la forma de encarar sus problemas colectivos.

Es esta misma clave cultural la que también explica el éxito, al menos a corto plazo, de quienes (personas u organizaciones) pueden hacer creer colectivamente a los andaluces, o a sus grupos y segmentos en contextos subétnicos, que se les otorga la consideración de iguales, e incluso de superiores, para continuar explotándolos o instrumentalizándolos económica, social o políticamente. Es esta una práctica que han venido realizando las clases dominantes tradicionales andaluzas respecto a algunos sectores de sus trabajadores, estableciendo con estos, en contextos no laborales, formas de relación social aparentemente igualitarias para ocultar la asimetría en las relaciones de producción.

El rechazo activo de la aceptación de la inferioridad no es, sin embargo, más que un caso límite. La mayoría de las veces lo que se da es un rechazo simbólico, por múltiples vías, de esta interiorización de la subalternidad. Si Andalucía pudo ser definida en la primera década de nuestro siglo como “la tierra más alegre de los hombres más tristes del mundo”, ello es porque desde las características estructurales de la identidad cultural no se da una interiorización masoquista ni desesperada de la pobreza y la tristeza. Por el contrario, la cultura andaluza es muy rica en mecanismos simbólicamente compensatorios: las familias jornaleras sin tierra ni trabajo de cualquier pueblo andaluz pueden ser muy pobres, pero esto no se exteriorizará como una lacra o una herida para producir compasión o reflejar la propia pobreza, sino que las fachadas de sus casas cegarán con la cal mil veces reafirmada y en su interior estarán los ladrillos del suelo gastado de tanta limpieza mientras las plantas y flores proliferarán en todas partes aunque los tiestos sean de lata oxidada. La pobreza existe pero no se interioriza ni se hace gala de ella; incluso se compite simbólicamente en blancura, limpieza y flores (las joyas de las andaluzas pobres) con las viviendas de los grandes propietarios.

Incluso, en ocasiones, el rechazo simbólico de la inferioridad estructural se realiza mediante una verdadera inversión ritualizada del orden social y jerárquico. Un elemento importante de no pocas fiestas andaluzas (algunas de ellas tan famosas y tan generalmente mal comprendidas como la romería del Rocío) es la apropiación de los símbolos colectivos centrales del ritual por partes de sectores cotidianamente subalternos que se convierten en protagonistas. Como también hay que interpretar en esta clave el humor distante y escéptico ante situaciones difíciles o nuevas que no pueden controlarse realmente pero que se superan simbólicamente negando su importancia o trivializándolas.

La base de esta característica estructural de la etnicidad andaluza está fuertemente sumergida en la historia. En Andalucía nunca hubo un contexto plenamente feudal; no lo hubo en Al-Ándalus y tampoco tras la conquista castellana, ya que los repobladores que vienen del norte lo hacen como hombres libres y no como siervos de los señores. No se dio, pues, un vínculo de vasallaje que supusiera subordinación jurídica e interiorización simbólica de la inferioridad y la dependencia. Por ello no surgieron comportamientos y modos de pensamientos basados en la aceptación de diferencias innatas o estructurales en la dignidad personal como consecuencia automática de las desigualdades económicas, sociales y de poder. El tener menos nunca ha sido, ni es, interpretado como signo de ser menos. El estar sujeto a una subordinación económica y social no se interioriza ni se considera como prueba de ser inferiores. La dignidad personal y la autoestima no descansan en el tener sino en la percepción del ser propio y de los otros.

El relativismo respecto a las ideas y las cosas

Es esta la tercera de las que consideramos característica estructurales de la etnicidad andaluza actual. Está estrechamente ligada y es, en realidad, una consecuencia de las dos anteriores. La relativización de lo que se considera eventual, pasajero, sujeto al azar, a modas y vicisitudes, o es resultado de condicionamientos externos (riqueza, posición social, poder, títulos, incluso creencias religiosas y credos políticos) es la otra cara de la moneda del antropocentrismo, de la centralidad que se otorga a lo humano, a la persona desligada de sus circunstancias y atributos procedentes del mundo externo.

Aunque ello no deje de ser una empresa imposible y metodológicamente poco correcta, de lo que se trata es de desligar al máximo posible el tener (material e inmaterial) del ser (de la “esencia” honrada o desalmada, digna o sin vergüenza, de cada ser humano).

Esta relativización está en la base de una importante dosis de tolerancia y permisividad, en todo aquello que no afecte a la autoestima, a la dignidad personal o refiera a las relaciones humanas “desnudas de roles”. En base a ello, la cultura andaluza es especialmente flexible para la aceptación de innovaciones y de elementos procedentes de otras culturas para insertarlos en sus sistema global sin necesidad de transformar estructuralmente éste. De ahí su capacidad para readaptarse y permanecer incluso en contextos adversos.


El carácter fundamentalmente pacífico, antidogmático y abierto a las influencias exteriores de la etnicidad andaluza dimana, precisamente, de esta relativización de los valores materiales e ideológicos. Los conflictos, tanto entre individuos como entre colectivos, sólo se producirán, en general, y serán entonces muy fuertes, cuando la dignidad personal o colectiva se considere agredida, y no por las diferencias existente de riqueza, poder o creencias en sí mismas.

Este relativismo, positivo en muchos aspectos, también posee, sin embargo, vertientes negativas, bloqueadoras de esfuerzos colectivos y de implicaciones en proyectos a largo plazo. Si estos no tienen como objetivo la lucha contra la discriminación, sufrida en carne propia, personal o colectiva, la conquista de la consideración de iguales, o el reconocimiento y reafirmación de un nosotros colectivo, y no son liderados por personas a las que se considere puede entregarse sin reparos la confianza, tendrán pocas posibilidades de éxitos. Si por el contrario, se dan estas condiciones, la fuerza reivindicativa y la solidaridad en el trabajo, la lucha y el esfuerzo podrían alcanzar cotas muy altas, como también el grado de frustración y de desencanto cuando dichas personas decepcionen o traicionen la confianza puesta en ellas o haya una percepción de manipulación del nosotros.

Los imaginarios colectivos y las potencialidades identitarias

Desde los comienzos mismos de la civilización en Andalucía hasta hoy, pocos países como el andaluz han gozado (o sufrido, según se mire) de una mayor calidad de idealizaciones, mitificaciones, mixtificaciones, alabanza y denuestos. Pocos lugares en el mundo, y quizá ninguno tan continuadamente, han exaltado tanto el imaginario colectivo foráneo.

Ya en la Antigüedad, geógrafos, historiadores y filósofos griegos como Avieno, Estrabón, Herodoto, Justino o Platón pusieron en ella su atención, su interés admirativo y su capacidad de imaginación. La histórica Tartessos fue convertida hasta tal punto en mito legendario que, durante mucho tiempo, hasta que las evidencias arqueológicas no resultaron ya incontestables, llegó incluso a dudarse de su existencia.

La admiración de los griegos por la civilización semidesconocida pero real asentada en las ricas tierras cercanas a las Columnas de Hércules, en el finisterre de su mundo, fue heredada por los romanos de la República y el Imperio que importaron de ella ricos productos agrícolas, minerales y marinos (el famoso garum, caro e insustituible condimento para la cocina de más alto nivel), intelectuales e incluso emperadores.

La época de Al-Ándalus, ya desde su presente y hasta la actualidad, ha provocado en el resto de la Península y en prácticamente toda Europa la más profunda de las fascinaciones a la vez que las más encontradas y apasionadas interpretaciones.

La fascinación no concluye, sino que cambia de decorado con la Sevilla capital del mundo, puerto y puerta de las "Indias", emporio de la plata, creadora de escuelas artísticas en la pintura, la escultura y la poesía, ciudad de pícaros y de santos, de Rinconete y Cortadillo y del pecador arrepentido y luego venerable Mañara, foco del pensamiento erasmista y de la Inquisición; Sevilla, como paradigma de Andalucía y también de Castilla, e incluso del conjunto de los países hispánicos.

Cuando la decadencia llega, el interés por Andalucía se redobla y las tierras y personajes andaluces pasan a constituir objetos literarios para una Europa que sigue viendo en ellos, –y sobre todo queriendo ver– lo diferente, lo apasionante, lo vitalista que ya no puede encontrarse –en realidad no se busca– en otros países modernizados. Carmen y Don Juan son estereotipos andaluces se convierten en figuras universales y los viajeros románticos ingleses, franceses y norteamericanos difunden por el mundo la imagen de Andalucía enigmática, contradictoria, oriental y vitalista en la que “todo es posible todavía”. Andalucía excita como ningún otro país la fantasía y la imaginación de los europeos. Y esta situación, en gran medida, se ha mantenido hasta hoy, con sus ambivalentes consecuencias.

La fuerza de Andalucía en el imaginario colectivo ha tenido también una responsabilidad directa en la no inocente consideración de lo específicamente andaluz como genéricamente español. Un mecanismo que ha sido fomentado desde los intereses del nacionalismo de estado español para dotar a éste de un contenido cultural del que en gran parte carece, por su carácter pluricultural y pluriétnico.

Debido a esta instrumentalización, a la mixtificación interesada de la Historia y al propio “efecto de rebote” de las imágenes exteriores, en general hiperbólicas o segadas, la conciencia de identidad andaluza no se corresponde hoy con la intensidad de su nivel como sentimiento. Los factores de bloqueo son en la actualidad más fuertes que las situaciones y elementos catalizadores, pero ello no hace desaparecer, sino sólo paralizar, la activación de la potencialidad étnica andaluza, tanto en lo cultural como en lo político y lo económico.

De cara al futuro el patrimonio cultural e histórico, las virtualidades de muchos de los rasgos y componentes de la identidad y el propio nombre de Andalucía son activos de primera importancia a considerar y utilizar, mediante su puesta en valor, articulándolos con otras realidades y posibilidades referidas a producciones y actividades. La combinación de unos y otras en Andalucía es única entre los países del Mediterráneo. Su aportación a un Arco Latino que complemente y reequilibre el peso del norte europeo puede también serlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario